En el Perú de hoy, un artista puede ganarse el título de “terrorista”. Pero la tendencia a incurrir en la figura literaria de la exageración no se compara a ninguna de las batallas que ha librado Alberto Ísola en sus 52 años de trayectoria artística. El director y actor llenó teatros cuando el país sangraba durante el conflicto armado interno, se enfrentó a la policía para hacerle frente a la propuesta del gobierno de Toledo de quitarle la exoneración del 18% a los espectáculos teatrales, se despidió de esa conexión electrizante del teatro presencial por la pandemia del covid-19 y, cada día, lucha para que las artes escénicas sean parte de la vida de los peruanos, en un país que quiere acallarlas y no cuenta con suficientes facultades de arte a nivel nacional. Alberto considera sagrados sus domingos, aunque admita que en la carrera del artista no existen los días libres. Cuando la semana está a punto de terminar, lee, va al cine y abraza esos momentos de soledad, paz e intimida
Un grupo masivo de fieles creyentes, embriagado bajo las letras de cánticos sagrados, y levantando juntos un ambiente de penetrante culto, se reunió la noche del último viernes santo, en Trumps (Lisboa), el que ahora es su templo de adoración. Ese día Jesucristo no había muerto torturado en ninguna cruz. Nadie estaba de luto, por lo que las prendas, lejos de ser negras y fúnebres, eran de unos colores igual de intensos y vibrantes que los brillos que adornaban sus ojos. Nadie recordaba a aquel hombre que había muerto y resucitado al tercer día. Esa noche, en Trumps, donde la carne y los cuerpos se hacían uno, solo existía una Diosa: se llamaba Lexa, era negra y su único mandamiento era olvidarse de lo malo del mundo a través del drag . Los creyentes sabían que tenían una cita con su Diosa esa noche. Antes de que Lexa se eleve en el escenario, quienes practicaban su religión se habían preparado con los antiguos y nuevos testamentos de Gaga, Petras, Madonna y otras vírgenes no vírgene