Con escalas en un terminal de buses al lado de la ruta nacional PE-02, un paradero de carros colectivos en Paita Baja y la caleta de pescadores de La Islilla, un turista viaja casi dos horas, primero por carretera y luego por la estrecha trocha de las siete curvas, para observar de cerca las rocas con formas de animales de la Isla Foca, admirar sus más de 30 especies marinas y meter sus pies descalzos entre las pequeñas piedras del atractivo natural guanero. La isla, que en realidad es tierra de lobos marinos y no de focas, mantiene viva a la comunidad paiteña vecina y es un imán del turismo, como de bolicheras que depredan sus recursos.
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Un
turista no puede llegar a la Isla Foca sin antes pisar La Islilla o, mejor
dicho, sin antes haber conocido a don Justo Bancayán, un hombre originario de
la caleta que pasó de ser pescador artesanal al dueño de una agencia turística
que, hasta el último domingo de noviembre, llegó a 813 firmas de visitantes en
lo que va del 2022. Eso lo pone feliz y no duda en contárselo a sus hijas,
porque su esposa ya no lo acompaña, al menos físicamente.
Don Justo, recordado como el guardián de las especies de la isla guanera , recibe a turistas y estudiantes a lo largo del año. Para su buena suerte, Paita no se despide del sol norteño, incluso en invierno. A cada uno de ellos les detalla con pasión— esa misma que lo llevó a apostar por darle a conocer al mundo la Isla— las grandes maravillas, en cuanto flora y fauna, que alcanzan a las balsillas y se han vuelto parte de la vida de los pescadores.
Mientras
Justo habla, los visitantes divisan desde su local, con vista panorámica al
atractivo que los llevó hasta 30 minutos de Paita en colectivo, las grandes
porciones rocosas que emergen del mar: todas cubiertas de un blanco
pálido que se confunde con los restos de una tiza y combinan con el plumaje de
las aves que se posan en las embarcaciones de los pescadores. Se trata de guano.
El mismo que debería incluir a la Isla Foca en el grupo de Reserva Nacional
Sistema de Islas, Islotes y Puntas Guaneras (RNSIIPG), pero hasta la fecha no
es así. Y Justo lo lamenta.
El problema es más grande. Desde el año 2016, el Ministerio del Ambiente y el Servicio Nacional
de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (SERNANP) vienen trabajando en la
propuesta de la creación de la Zona Reservada Mar Pacífico Tropical Peruano. Entre
sus cuatro zonas prioritarias está la Isla Foca. Sin embargo, esta sigue a la deriva de la
pesca ilegal que depreda sus recursos, economía de la caleta y el equilibrio
del ecosistema.
Cuando
termina la charla previa a la aventura marítima, don Justo les alcanza a los
turistas unos folletos sobre la historia de La Islilla. Algunos le preguntan si
pueden llevárselo como recuerdo, pero él, con mucho tino y léxico amplio, les
niega la petición: no tiene muchos.
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La travesía en el mar— el cual se tiñe de azul y celeste por las dos corrientes que confluyen en la misma área: la de El Niño y la Humboldt— empieza media hora después de la conversación amena que tuvo Justo con los turistas. En el intermedio, el sargento marítimo se apoya en las barandas de madera de su local y observa a un grupo de niños jugando en una balsilla: están sin polo, con shorts y parecen inmensamente felices. En La Islilla esa es la diversión, que se llega a convertir en una pasión y concluye en una profesión. Eso explica porque en el documental de Yuri Hooker, “Isla Foca, la isla de los secretos”, se menciona que más del 90% de habitantes en la caleta son pescadores. Pero ese porcentaje no incluye a las mujeres. Las cifras no contemplan el machismo de la zona.
“Ahora las mujeres también son profesionales:
hay obstetras, odontólogas, tienen su botica y ayudan al pueblo”. Así fue
cambiando el rol de las mujeres en el pueblo, que ahora cuenta con alrededor de
4 000 habitantes entre adultos y niños.
Sin
embargo, la red del machismo sigue cubriendo al oficio de la pesca. Es mal
visto en la comunidad que el sector femenino se dedique a ello, incluso, ellas mismas se
niegan a involucrarse. La hija de Justo es un ejemplo. Su padre le intentó
inculcar el hábito de salir en balsillas e irse de faena, pero a ella le avergüenza
porque cree que es “cosa de hombres”.
En La Islilla, la forma de vivir es clara: los hombres pescan, las mujeres comercializan y los niños juegan en el mar. La comunidad es recta, o al menos eso cree Justo. La precariedad también es clara: el agua llega en cisternas, la educación depende de si el carro pasa o no por el pueblo y no hay pistas. A pesar de ello, los pobladores de la caleta viven felices, aunque son conscientes de que su calidad de vida podría mejorar.
Le dan tregua a una pronta y esperada actuación del Estado, pero esa misma “comprensión” tiene un límite, y las bolicheras lo superan.
Los
pobladores cuentan que las bolicheras, unas embarcaciones de pesca a gran
escala y con una capacidad entre 15 y 25 toneladas, salen de noche cual hienas
y arrasan con todos los recursos de la Isla Foca. Estas arremeten con todo tipo de
especies marinas, y las no comerciales son arrojadas al mar sin reparo. Su modus operandi es de conocimiento compartido en La Islilla. Grandes y chicos les guardan recelo a
las bolicheras. Hasta el tranquilo Emerson Ipanaque, un joven de 21 años de la
caleta y también estudiante de Psicología en Piura, no duda en acusarlas de
incumplir la Ley General de Pesca, la cual estipula que estas embarcaciones no
pueden extraer recursos dentro de las 5 millas marítimas.
“Con las bolicheras he tenido muchos
problemas y me han querido matar. Tratan de sacar la vuelta de noche a pesar de
que no los dejan”.
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Pasaron 20 minutos de la charla y Justo reúne a los turistas nuevamente. Tiene malas noticias.
“El
tour alrededor de la isla se dará con normalidad, pero no se podrá
desembarcar. Senasa ya nos advirtió por la gripe aviar”.
Ese
domingo había estudiantes de un colegio. Estaban confundidos y no entendían por
qué no podrían tocar la isla con sus propios pies descalzos. Sin ser un biólogo, Justo dejó claro que se trataba de un virus que estaba matando
pelicanos y, justamente, estos anidan allí. Unos le pidieron hacer
una excepción, pero Justo se mantuvo firme. Días después, el Servicio Nacional
de Seguridad Agraria declara emergencia sanitaria de 90 días por el virus del que Justo
los protegió. Por eso lo conocen como el guardián.
No se sabe hasta cuándo se tendrá prohibido desembarcar, solo que el virus sigue avanzando. Ya llegó a aves domésticas, generando el sacrificio de ellas y, en los últimos días, aves enfermas han caído en casas de diferentes zonas del país.
Las
ganas del grupo seguían intactas. Justo transmitió su cálida energía norteña a
los visitantes. En esa ocasión, él no fue el guía de los tres grupos que
salieron para la isla. Se fue la luz por todo el día y fue la excusa perfecta
para arreglar varios muebles de su vivienda, que también es su local.
Cada
grupo debía esperar alrededor de una hora para que llegue su turno. Ese domingo
el mar no encontró su término medio: o estaba muy “seco” o muy bravo. Los
pescadores artesanales llegaban en una balsilla hasta la orilla, se presentaban
a los turistas que estaban a su cargo y les entregaban unos chalecos naranjas
fosforescentes, que hacían juego con los intensos colores de los botes y las
viviendas de La Islilla. Los trasladaban uno por uno a una embarcación más
grande. En cuestión de cinco minutos navegando, la Isla Foca ya estaba al
frente, tan cerca que se podía notar los distintos matices del guano.
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El
último grupo, unos veinteañeros que pisaban por primera vez La Islilla, se
acercaron a Justo a hacerle unas preguntas. Interrumpió sus labores y los invitó
a pasar a su morada. La pared estaba cargada de religiosidad y el recuerdo. Cinco fotografías
del Cautivo y dos de su difunta esposa adornaban el material de adobe. La vida de Justo giraba en torno a eso: su Dios y su mujer.
Justo
lleva 11 años fomentando el turismo en la Isla Foca; aun así, hasta el día de hoy no ha conseguido que sea igual de concurrida que otros
atractivos naturales del Perú, a pesar de que la isla tiene el potencial para ser mejor que Paracas, o convertirse en el Paracas del norte.
“Allí, en Paracas, se hace el rodeo de todas
las islas, pero no se desembarca porque no tienen la playa que tenemos nosotros.
Acá podemos bajar a la isla y acampar. Este lugar es mejor. Si la gente nos
apoyara, este lugar podría llegar a ser más concurrido que el mismo Máncora”.
Falta
apoyo. Ese es el problema.
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En el paseo alrededor de la isla, Emerson se volvió multifacético: se sostenía de las cuerdas del bote, explicaba sobre lo que veía y disfrutaba de la vista. Una roca con forma de rinoceronte, otra con forma de oso polar, fueron los regalos de la naturaleza que dio a notar a los turistas. Era también un experto en las especies: los pelicanos, muchos muertos en las rocas, los lobos marinos, que los diferenciaba en chuscos y finos, y los pingüinos, que muchos turistas incrédulos dudan de su existencia, son los más comunes. Ha crecido toda su vida viéndolos y ya sabe hasta en cuál roca se esconden, o que en una siempre hay un lobo marino macho con tres hembras y quien ose a quitarle su lugar deberá enfrentar un duelo con el macho alfa de la isla guanera.
Cuando
el olor a guano se torna más fuerte e insufrible, por el viento de la zona
trasera de la isla, significa que el viaje está llegando a su fin. La tierra blanca pasa
a segundo plano y La Islilla se apodera del escenario. De regreso, uno ve desde
los adentros del mar las casas de colores, los barcos de madera a medio
construir y los botes ya culminados, protegidos por los rompeolas que
construyeron los pobladores con maquinaria pesada. Al pisar tierra, la Isla
Foca doma la escena nuevamente. Se ve lejana, fría y distante, pero una tarde
en la Islilla basta para saber lo cercana que es para la caleta de los hombres del mar. Aquellos que viven todos los días de ella, sin poder evitar no quererla.
“El mar, la isla, para mí lo son todo”.
Holaaaa
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