Al sur de Tlaxcala, en el patio del colegio del municipio de San Pablo del Monte, aquel nido de cemento donde transitan niños uniformados de azul cobalto y los balones tienen alas, resonaban crueles carcajadas como clarines de guerra, cuyo terrible eco se trazó en delicadas fibras de algodón que atravesaron los oídos de todos sin dejar sobrevivientes. Las finas fibras se deslizaron desde los vulnerables tímpanos hacia el frígido piso, apoderándose de él, y siguió su rumbo. A la velocidad de la luz, se remontaron en una avara porción de tiza que dibujaba un sinfín de líneas. Desde la mano que la sostenía, las volátiles fibras fueron testigo del rechazo que nace al dar la espalda. El sol se volvía cada vez más fuerte, y ellas no se quedaban quietas, escaparon de su contacto con la compacta pizarra, y continuaron su viaje hasta apoderarse de unos labios secos que vociferaban y desprendían saliva ante un rostro inocente. Descendieron violentamente y se impregnaron en la suela desgastada de un zapato que recorrió las calles asfaltadas de miradas, siguió su rumbo sobre un delicado diente de león que sobrevolaba por un canal, hasta llegar sin fuerzas a la entrada pavimentada de una casa en construcción, donde una madre vive en melancolía por cargar con todo ella sola. Y las crisis epilépticas de una pequeña niña arrancaban del sueño a todos en la madrugada. Allí, las fibras de algodón bajan por la seda de una cortina, corren por el piso de la modesta casa, esquivan piernas, suben por la costura de un pantalón, se deslizan por un torso cubierto de tela, hasta llegar arriba y volverse parte de unos dedos temblorosos que sostienen un teléfono. Se desprenden tras el suspiro ahogado del último adiós, los dedos se dirigen hacia una fría cerradura, acarician el metal, una pequeña mano temblorosa sostiene una bata de baño. Las fibras de algodón vuelven donde pertenecen. Esta vez como telarañas que estrujan un cuello.
*Inspirado en texto de Julio Cortázar y crónica periodística "Yo ya me voy a ir".
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