Pedro
Gonzáles, como muchos, se mudó a San Salvador a probar suerte, pero no se
encontró con el futuro próspero que se imaginaba. Vivió del comercio ambulante de frutas en el
Centro Histórico, siempre del brazo de Virginia, su amada esposa, y con un
avaro ingreso que no excedía los $10, y en días malos no llegaba a los $9. La
familia Gonzáles nunca tuvo una economía de reyes. Se volvió costumbre en su
mesa ver tortillas, los baratos huevos eran lo único que podían costear con su
reducido ingreso. Su mesa no se acostumbró a otros platillos.
La
precaria situación económica de los Gonzáles, en un principio, no les quitó la
ilusión de tener hijos. Melvin Geovany fue el primero en llegar, un año después
fue el turno de José Eduardo, y dos años después llegó Luz Clara. Para esta
pareja ya era suficiente, no querían más hijos, y Virginia se encargaría de
esto, o eso creía, confiando en la ciencia. Se sometió a una ligadura de
trompas, pero el fuerte dolor, ocasionado por el fallido procedimiento, la
haría volver a los pasillos del Hospital de Maternidad. Estaba embarazada. La
pequeña Hilda nació milagrosamente por cesárea, mientras que la débil Virginia
firmaba su sentencia de muerte en la sala de operaciones. No se recuperó desde
ese momento; y su abdomen infectado fue el primer peldaño de la agonía. Las visitas
a los hospitales se su sumaron a la rutina de los Gonzáles. Fue en el Hospital
Rosales, en el año 2006, donde el corazón de Pedro se rompió al escuchar el diagnóstico
de su esposa: un fuerte cáncer de ovario le estaba absorbiendo la vida a
Virginia. Esta vez el tiempo no jugó de su lado. La salud pública menos. El
ajustado bolsillo de los Gonzáles los hizo acudir a hospitales públicos que no
les llegaron a los talones al cáncer. La medicina no pudo tratarlo. La
situación pasó a ser cuestión de fe.
El
viernes 22 de diciembre de 2006, después de 15 días viendo postrada en una cama
a su esposa, Pedro escucharía una de las últimas peticiones de Virginia, él
afirma con la cabeza, se queda a su lado y 3 horas después Virginia muere. Llamó
al 911 para reportar el deceso, y ahora el reto, además del luto, era conseguir
el ataúd y cubrir los gastos del entierro. Consiguió una caja de madera, que se
demoraría años en pagar, por $150. La pobreza le escupió en la cara cuando él
mismo, por falta de dinero, tuvo que inyectarle formalina al cadáver de su
esposa. Retardó la descomposición del frío cuerpo. La crueldad de la pobreza no
quedó ahí, Pedro no podía afrontar los costos del cementerio general de Apopa,
y tuvo que resignarse a que el alma de Virginia descanse en un cementerio que
se confundía con un decrépito arenal. El cementerio Las Delicias era tierra de
nadie; Pedro tuvo que hacer el hoyo por su cuenta, mientras sus lágrimas se
mezclaban con la tierra seca. No había cruces ni jardineras, solo unos efímeros
claveles que la pequeña Hilda le dejó a su madre. Estos se esfumarían con el
tiempo, y tan solo dos palos de guayaba serían la única compañía de Virginia; hasta
que 2 años, 3 meses y 14 días después su lugar se empezó a llenar de flores.
*Inspirado en crónica periodística "Entierro pobre".
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