En Wuhan apareció un virus y 14 meses después llegó a la puerta de mi casa. ***
Desde el paciente cero, cuya identidad es desconocida, la cifra de contagios fue aumentando en Wuhan. No se alarmaron del todo: primero fueron solo 27. El año 2019 ya se acababa y el virus no planeaba irse cuando el reloj marque las 12. Ya era primero de enero, la nueva década, todos celebraban sin mascarillas, sin distanciamiento, sin miedo, mientras que en la China central la cifra aumentaba a 381.
Se
notificaron los primeros casos en América del Sur: Chile, Brasil, Ecuador. La
ministra de Salud del Perú dijo que era cuestión de tiempo para que llegue a
nuestras tierras. Con un presupuesto de 1.3 millones de soles para medidas de preparación,
el virus llegó el 29 de febrero. El ex presidente, Martin Vizcarra, lo
confirmó públicamente: el virus llegó a Perú.
La
vida para los peruanos seguía su curso normal. El número de contagios empezó
siendo leve. El
verano no se vio interrumpido: las playas seguían aglomeradas. El aforo de
locales estallaba en gente. Hasta que el 15 de marzo de 2020 se declaró la
cuarentena obligatoria. Nadie lo creía.
Estuve
7 meses encerrado. En octubre empecé a salir. Muchos queríamos recuperar
nuestra antigua cotidianidad, y en el camino ir adaptándonos a la nueva
normalidad. Usaba mascarilla, pero no me acostumbraba. El uso de las
mascarillas nos quitó el gusto de ver a las personas sonreír. Salía con mi
alcohol en gel, pero lo perdía o me olvidaba de usarlo. Sabía que la gente se
estaba muriendo, pero mi preocupación no era la que ameritaba en esos momentos.
Uno no sabe ver que todo se está derrumbando cuando su entorno está protegido
por una bola de cristal. Me dolía escuchar como los números de muertos
aumentaban cada día. Sin embargo, estaba tranquilo. “El COVID nunca llegara a
mi casa”, pensé.
El
15 de enero mi abuelo cumplió 91 años. Toda mi familia quería celebrar un año más
de vida del querido papino. La celebración no podía ser como la del año pasado,
pero todos-con mascarillas y distanciados- le cantamos feliz cumpleaños. Era un
día especial. El virus no había desaparecido, pero nos adaptamos para estar con
él y al mismo tiempo cuidarnos entre todos.
Las
personas de tercera edad conforman la población de riesgo. Son unos frágiles cristales
frente al virus. Eso nos hizo preocuparnos el doble. Por un año el virus no llego al cuarto de mis abuelos.
La
noche del sábado 16 de enero, la técnica de mi abuelo estaba celebrando sus 50
años. Con un gorro en la cabeza, mariachis que le tocaban sonatas, y familiares
que bailaban con ella, esta señora se olvidó que en sus manos recaía una gran responsabilidad.
Alrededor de 20 personas la acompañaron en su día, todos sin mascarilla,
aglomerados y en un espacio cerrado. El frenesí de la noche hizo que se
olvidaran del virus del que todos hablan, del que todos temen.
La
fiesta acabó y el lunes la técnica volvió a casa para hacerse cargo de sus tareas.
Era un día como cualquier otro en el trabajo. Como siempre, estuvo con sus
pacientes de la tercera edad (91 y 93) todo el día. Eran ellos dos y su
técnica.
El
19 de enero, tres días después de la famosa fiesta, mi abuelo tuvo fiebre.
Ninguno se esperaba lo peor, todos nos cuidábamos, pero, de todas formas, al día
siguiente tendríamos que hacernos la prueba.
Eran
las 9 de la mañana cuando llegó el joven encargado de introducir un hisopo en
nuestros orificios nasales, para saber si alguno de nosotros estaba infectado.
Los resultados estuvieron listos horas después.
11 personas. 10 negativos. Quien más nos preocupaba arrojó positivo. Sí, nuestro abuelo de 91 años
tenía COVID-19. El miedo se apoderó de nosotros. La curiosidad también, nos preguntábamos
como pudo haber ocurrido, pues seguíamos todos los cuidados. Éramos negativos.
No
era momento de buscar culpables, y la familia solo estaba enfocada en mandarle
las mejores vibras a la cabeza de la casa. Mi abuela fue a dormir a otro
cuarto. Solo pensaba en volver a verlo, y lo único que rondaba en su mente era
cuanto lo extrañaba.
El
21 de enero, la técnica tuvo el primer síntoma. Se hizo la prueba. Salió
positivo. La noticia no tomó por sorpresa a nadie. Era inevitable contagiarse
al estar tanto tiempo con un paciente COVID. El doctor llegó en la noche.
- - Es
posible que la enfermera lo haya contagiado, y que recién muestre síntomas porque
su carga viral fue menor- comentó el doctor entre dientes. La teoría tenía mucha
lógica.
La
situación de nuestro abuelo se volvía cada vez más complicada. Las oraciones
por él se volvieron rutinarias y la fe de la familia no se apagaba. El viernes
de esa semana llegó la ambulancia para trasladarlo a la temida Unidad de
Cuidados Intensivos (UCI). Lo vimos irse en una camilla desde el portón de mi casa.
En
el trascurso de la semana nos enteramos de la fiesta organizada por la enfermera.
Había videos en Facebook. Todo ya tenía sentido. Ella fue el falso negativo. Y
mi abuelo la víctima de una desmedida irresponsabilidad.
21
días. Aún no termina el periodo de lucha contra el virus. Cada día está cargado
de incertidumbre y miedo. El COVID nos arrebata la oportunidad de acompañar al
enfermo. Estamos ante un virus que no conoce de sensibilidad, y mucho menos de
humanidad.
En
todo este paradigma nada es seguro. Cada cuerpo reacciona diferente. Unos lo
logran, mientras otros no salen de UCI. Lo único seguro por ahora es la fe. Solo queda esperar. Esperar.
*
En honor a mi papino.
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