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Huellas de barro



Son las 5:30 de la mañana. Los tenues rayos de luz se asoman, el clima es húmedo y, sin esfuerzo, el viento penetra unas paredes de adobe y paja seca que protegen a una familia humilde del frío. José Teodoro Siancas Talledo, de 66 años y ojos cansados, se levanta de su cama, no tiene reloj, pero por costumbre sabe que aún no son las 6; inclina la cabeza silenciosamente, le da un beso a su esposa, Carmen Yarleque, con quien lleva más de 40 años compartiendo la misma cama que ya casi tiene vida propia, y se pone sus zapatos embarrados de barro. En cuestión de minutos, este hombre areneño e hijo del campo, se alista para ir en busca de los primeros colectivos que se dirigen hacia Piura. Antes de que el cielo se tiña de celeste, el jefe de la casa sale, se persigna, mira a Carmen como símbolo de buena suerte, y emprende su viaje a pie por los caminos arenosos hasta llegar al corazón del distrito, donde espera 30 minutos por el bendito colectivo. Él no es el único esperando.

 Teodoro Siancas ha vivido toda su vida en La Arena, en el caserío de Vichayal. Se sabe de memoria todos los caminos, los alrededores del distrito y los vecinos lo respetan. Lo miran con cariño y saludan con entusiasmo cuando lo ven llegar. Así es allá, todos son familia. Como areneño, que creció montando piajenos, viajando de caserío en caserío con su padre, sembrando y conociendo los secretos del oficio, Teodoro vivirá de la tierra hasta que sus manos llenas de caños ya no puedan seguir domándola. No es el hombre más instruido cuando se habla de política, o el más abierto cuando se pone en tela de juicio su religión, pero siempre sonríe, no se amarga la vida. Vive con las justas, pero tranquilo. Viaja de La Arena a Piura todos los días, llega a casa, Carmen lo espera con la comida lista, conversan de cosas mundanas, se ríen, se miran, y a dormir. El día empieza de nuevo y la rutina es la misma. Así es la vida de los areneños que viven del campo, de los jefes del hogar que viven de trabajos formales como informales (en la mayoría de casos) y que en sus desgastados hombros recae el peso de traer comida a la casa. Pero, dentro de todo, viven felices. No hay tantas angustias.

 El viaje a Piura dura alrededor de 50 minutos, depende del humor del conductor. Es sofocante estar apretado en un colectivo con más personas, casi siempre como él: hombres y mujeres de La Arena que van a Piura a ganarse la vida; pero con el tiempo se ha acostumbrado. Los años lo han vuelto un hombre paciente, sereno. Teodoro sabe que hay peores cosas que viajar incómodo en un colectivo. A veces tiene la ligera suerte de estar en la ventana, apoyar la cabeza y mirar. Conoce todos los caminos, recuerda las curvas, los baches, las miradas. El colectivo se cuadra en el centro de Piura. Teodoro, siempre amable, se despide de sus compañeros de viaje, se pierden en la multitud y él se dirige a su segundo hogar: el Río Piura.

 Han pasado años, y la Plaza de Armas sigue robándole suspiros a Teodoro, se convirtió en el mayor atractivo de la ruta hacia el río. Al atravesar la plaza, sigue su camino hasta llegar a las defensas ribereñas. Se para firme, se voltea, aferra ambos manos al cemento y desciende hasta las orillas. Los demás agricultores lo esperan abajo. Entre puente y puente, siembran frijolitos, recolectan, cuidan sus cosechas y caminan largas horas hasta llenar sus bolsas. Si tienen suerte las llenan, y llevan al mercado para venderlas. Se han ganado el respeto de los vagabundos que duermen debajo del puente. Se roban las miradas de algunos transeúntes que caminan por el puente colgante. Dejan sus huellas en el barro, y lo llevan a casa en sus suelas.

 El día acaba. Teodoro espera el colectivo de las 7:00pm. Carmen lo espera.

                                                                                                            

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