El grito de un caprichoso bebé le ha quitado el protagonismo al viejo despertador de Mayra Pablo, una madre de 30 años, trabajadora informal y guerrera despiadada por sus hijos, cada madrugada se escuchan los fuertes quejidos que yacen de las barandas de una cuna de madera hasta penetrar los acostumbrados tímpanos de una madre que sabe que su día recién empieza. Son las 4 de la mañana, las formas dentro del dormitorio son casi indistinguibles por la abrumadora oscuridad, los fríos pies de Mayra se deslizan por la madera buscando sus zapatos viejos. Los encontró. Carga a su bebé, les da un vistazo a sus otros 2 hijos, camina unos breves pasos, ya pasó la sala, ahora la cocina. Se prepara un café, siente el frio escalando por sus vellos. Su hijo se calmó en sus brazos. Ya todos están dormidos. Mayra aprovecha el momento para cambiarse, agarra su cangurera, se persigna para llenarla de soles, y se encomienda al señor para que el terrible virus del que todos hablan no la atrape. Eso espera.
Un grupo masivo de fieles creyentes, embriagado bajo las letras de cánticos sagrados, y levantando juntos un ambiente de penetrante culto, se reunió la noche del último viernes santo, en Trumps (Lisboa), el que ahora es su templo de adoración. Ese día Jesucristo no había muerto torturado en ninguna cruz. Nadie estaba de luto, por lo que las prendas, lejos de ser negras y fúnebres, eran de unos colores igual de intensos y vibrantes que los brillos que adornaban sus ojos. Nadie recordaba a aquel hombre que había muerto y resucitado al tercer día. Esa noche, en Trumps, donde la carne y los cuerpos se hacían uno, solo existía una Diosa: se llamaba Lexa y su único mandamiento era olvidarse de lo malo del mundo a través del drag . Los creyentes sabían que tenían una cita con su Diosa esa noche. Antes de que Lexa se eleve en el escenario, quienes practicaban su religión se habían preparado con los antiguos y nuevos testamentos de Gaga, Petras, Madonna y otras vírgenes no vírgenes. Mientras...
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